jueves, 26 de marzo de 2009

Hoy es mi cumpleaños

Aprovechando que hoy cumplo 34 tacos, voy a rescatar este relato, que forma parte de "Las telarañas del desván", y que habla de los sentimientos en un día como hoy. Eso sí, que quede claro que nada tiene que ver conmigo, ¿eh? Es una historia real basada en hechos ficticios, que diría aquel. Pero el caso es que hoy me apetecía recuperarla...

Hoy es mi cumpleaños

Me he levantado esta mañana disperso, tratando en vano de concentrarme en mis ideas. He mirado el reloj, y nada he visto en él que me atrajera. Hace mucho que el paso del tiempo no me produce sensación alguna. Es como si pasara en silencio, inofensivo, sin querer hacer ruido, casi de puntillas. Durante algunos años, el miedo al transcurrir de los días me dominó, pero hoy estoy seguro de que es un mal necesario. De que para vivir, para acumular experiencias, hace falta que el calendario vaya arrancando sus hojas.
Por lo demás, no ha sido una mañana diferente a otras que he vivido. Después de vestirme y asearme, he ido a la cocina y me he preparado el desayuno. Café con leche. Las tostadas y el zumo de naranja dejé de tomarlas cuando Ella, así, con mayúsculas, me dejó para siempre. Ya sé que el desayuno es la comida más importante del día, o eso al menos dicen los que entienden de salud humana. Pero aquel día desapareció también algo de mí, por lo que ya no hay tanta materia que alimentar. Además, el olor del zumo recién exprimido y del pan mezclado con la mermelada son cosas que me recuerdan demasiado a mi amor, a mi razón de ser. Y no quiero llorar tan temprano.
El sabor del café me ha ido devolviendo a la vida, por así decirlo. Al tercer sorbo, me he percatado del día que era. Hoy es mi cumpleaños. Qué importa cuántos caigan. Ya ha quedado clara la poca importancia que tiene el paso del tiempo para quien ya vivió todo lo que debía vivir, para quien vio más de lo que soñó presenciar. Pero me he percatado de ello al caer en la cuenta de que el teléfono comenzaría a sonar para felicitarme. Para felicitarme, como si me sintiera dichoso.
Ring, ring…
Vaya, esta vez ni siquiera me ha dado tregua durante el café. Me he incorporado y he ido avanzando, con sorprendente vigor, hacia el teléfono. Mis amigos me llaman anticuado cuando les repito una y otra vez que en mi casa nunca entrará uno de esos artilugios, un teléfono móvil. “Tenerlo te aporta libertad”, me dicen los muy cretinos. Y una mierda. Si tienes que llevártelo hasta para ir al cuarto de baño. Menuda libertad. “Ya, pero si viajas te puede venir bien”. Ja, ja, ja. ¿Viajar? ¿Del baño a la cocina, o del pasillo al dormitorio? Si bastante tengo con valerme sin ayuda de nadie, como para pensar en hacer viajes…
-¿Diga?
-Miguelito, feliz cumpleaños…
Hombre, la primera en la frente. Mi cuñado, Fidel. Menudo pájaro. Que a estas alturas del partido me siga llamando Miguelito es casi tétrico. Es como llamarle de usted a un bebé de seis meses. Pero él es así, y me temo que, como le pasa a su tocayo el gallego, es un poco tarde para cambiarle.
-Hola, Fidel…
-Hijo, vaya voz de funeral. Ni que no te hiciera ilusión cumplir años… Si a nuestra edad debería ser motivo de fiesta llegar al domingo…
Me dieron ganas de mentar a su familia, pero el parentesco me lo impide. Sería también insultar a los míos, así que cuento hasta tres y me muerdo la lengua. Como si no fuera conmigo, dejo que siga con su retahíla de topicazos, más propios de una lejana adolescencia que de la etapa que los dos vivimos. Que si te acuerdas de cuando celebrábamos los cumpleaños con las chicas, que si aquellas sí que eran fiestas, que si se me ve muy poco el pelo (estar calvo es lo que tiene, replico en tono jocoso), que si a ver si nos vemos.
Cuelgo el teléfono. Sólo ha sido la primera llamada de las muchas que me esperan hoy. Me dan ganas de descolgar el auricular, meterme en la cama y dejar que pase el día, para que nadie más me moleste. Y luego decir que no me encontraba bien. Algo que, por otra parte, es verídico. He tenido días mejores. Y aunque los familiares que todavía me hacen algo de caso comparen mi humor con el del abuelo de Heidi, me gustaría no tener que ver a nadie ni soportar más felicitaciones.
Porque antes de que Ella, Laura, se marchara y me dejara para siempre, sí me gustaba celebrar los cumpleaños. Aquel ritual de tarta, velitas, cena familiar y canciones desafinadas me bastaba para ser feliz. Sobre todo porque ella estaba allí, y eso me daba la vida. Cuando se fue sin avisar, me quedé sin fuerzas para soportar más todo aquello.
El maldito teléfono ni siquiera me deja darme la vuelta. Otra vez sonando. Pienso en el café con leche, que ya debe ser un granizado de tanto tiempo como hace que me lo preparé, y bendigo al inventor del microondas. Así al menos podré terminarlo como a mí me gusta, caliente. Dudo si contestar o no la insistente llamada, pero me armo de paciencia y opto por descolgar. Si pierdo la guerra, que al menos no sea en la segunda batalla, me propongo a mí mismo. ¿Es que no tienes aguante?
Al otro lado, mi primo el del pueblo, ese al que llevo diez años sin ver, jadea preparando su infame cántico de felicitación. El hombre desafina tanto como un elefante acatarrado, pero no se le puede negar la falta de empeño. Todo el del mundo, aunque no sirva de mucho…
-Feliz, feeeeeeeliz en tu dííía…
Toma ya. Asisto impasible a tamaña demostración de talento y aguanto como puedo lo demás, las felicitaciones que nada me dicen ya. Han pasado diez años desde que Ella se marchó para siempre y desde entonces supe que sólo una felicitación suya me haría recobrar la ilusión por los cumpleaños. Por la vida.
Vuelvo a colgar mientras escucho los insultos de mi primo. El hombre ha preparado su cansino estribillo con mucha ilusión, toda la que me falta a mí para aparentar siquiera un mínimo interés por su hazaña sonora. Por eso, al ver que no respondía, que no soltaba siquiera un “gracias” más falso que Judas, se ha hartado y ha comenzado a increparme. En el fondo le entiendo. Yo a veces tampoco soy capaz de soportarme.
Consciente de que quedaban todavía varias llamadas que soportar, y arrepentido por el trato dispensado a mi primo, he optado por tratar de dulcificar mis respuestas. Que no sienta más que tristeza en un día como el de hoy no es culpa de nadie. Nadie tiene por qué pagarlo, reflexiono en voz alta.
Al menos, el intervalo entre la segunda y la tercera llamada me ha permitido terminar de desayunar. Con el café en el estómago, las cosas se ven de otra manera. No es que vaya a celebrar mi cumpleaños con una macro fiesta, pero al menos seré capaz de encarar el resto del día con la suficiente paciencia como para no montar en cólera cada vez que alguien me reproche que no esté feliz “en un día tan señalado”.
Ha vuelto a sonar el teléfono. He hecho una apuesta sobre la voz que me iba a encontrar tras el hilo. ¿Alguna de mis primas, los amigos del barrio quizás, el quiosquero? He abierto todo lo posible el abanico de candidatos, pero jamás hubiese podido acertar con el autor de la llamada.
-Felicidades, papá.
Me he quedado petrificado. Mi hijo, el que se marchó hace 15 años a vivir a Venezuela, era el que hablaba. La distancia había espaciado las llamadas y las cartas, y como yo no quería saber nada de correos electrónicos, el contacto se había reducido a la mínima expresión. De hecho, y aunque mi memoria era ya frágil para según qué requiebros mentales, podría jurar que no hablábamos desde mi anterior cumpleaños. 365 infinitos días ya.
-Charly, ¿eres tú?
-No, soy Don Pimpón, no te jode…
-¡Oye, un respeto, que soy tu padre, mocoso!
No deja de ser paradójico llamar “mocoso” a un hombre de mediana edad, pero que con los cuarenta años cumplidos se haga llamar Charly tampoco deja de resultar curioso. Adaptó aquella variante de José Carlos, su nombre real, en una adolescencia plagada de pelos largos, heavy metal y coqueteos con las drogas que, por fortuna, no pasaron de una anécdota. Y no lo había abandonado nunca, por mucho que su melena hubiese ido menguando con el paso de los años hasta quedar en una incipiente calva que, al final, había optado por disimular rapándose la cabeza. Eso era, al menos, lo que me llegó en una de sus cartas. Me mandó una foto con su mujer, y aquel día lloré de alegría al volver a ver a Charly, aunque fuera en papel fotográfico.
De hecho, al volver a escuchar su voz después de tanto tiempo he sabido de manera inequívoca que eso era lo único que me devolvía la alegría, las ganas de vivir. Mi hijo, el único que la vida me había dejado ver crecer, tenía los mismos ojos y la misma alegre expresión de su madre en el rostro. Escuchar su voz ultramarina me cambió el ánimo. Más de una vez Charly me había planteado irme con él a Venezuela, donde trabajaba como jefe de ventas en una empresa de alimentación. Siempre había obtenido la misma respuesta por parte de su terco padre. Mi fobia a los aviones, que creía incurable, y la pereza de coger las maletas a mi edad habían frenado el deseo de estar junto a él. “¿Por qué no te vienes tú?”, le había preguntado en más de una ocasión, sabiendo de sobra que la respuesta iba a ser negativa por su parte. Él allí tenía a su familia, y no podía pedirle que la hiciera cambiar de hábitat para satisfacer mis deseos. Como mucho, y eso era algo que estaba dispuesto a hacer sin tan siquiera tener que pedírselo, me podía ofrecer unirme a ellos en aquel lejano país, comenzar de cero, con mi hijo como único recuerdo de una vida tan feliz como efímera. Charly cortó de raíz mis viajeros pensamientos.
-¿Cómo estás, papá? ¿Cómo te han sentado los...?
-No lo digas – repliqué en voz alta.
Se hizo entonces el silencio. No quería ni escuchar, menos en boca de otro, los años que cumplía. Charly me preguntaba por el cambio de edad lleno del cariño que siempre me demostró, incluso cuando el destino le llevó a seguir con su vida tan lejos de mi ciudad natal. Recordé entonces cómo más de un amigo me comparaba con una folklórica, por aquello de querer ocultar mi edad por encima de todo. Sonreí. No era cuestión de vanidad, ni nada de eso. Simplemente, el tiempo había dejado de correr para mí el día en el que Ella me dejó para siempre. ¿Qué sentido tenía entonces contar los años que quedaban por vivir? ¿Qué me podía aportar cambiar de año cada 20 de marzo, si ya no avanzaba más que hacia mi propio abismo emocional? Al menos, aquel año Charly me había sacado de mis negros pensamientos con su llamada. No siempre fue así, una vez la fecha le cogió de viaje y no hubo forma de que contactara conmigo. Aquel cumpleaños fue, si cabe, más amargo que los demás desde que Ella se fue.
-Papá…
Charly era un experto en romper el silencio, en hacer saltar en pedazos mis reflexiones.
-Dime, Charly.
-Ya sé que todos los años te hago esta pregunta, y también que siempre me dices que no. Sin embargo…
-¿Qué te hace pensar que en esta ocasión voy a cambiar de opinión? – le respondí con una pregunta, haciendo honor a mi nacimiento en aquel pueblecito gallego.
-Bueno, algo hay…
Cómo me sacaba de quicio ese aire misterioso que se gastaba mi hijo. Eso ya era algo que hacía desde que era un adolescente, cuando detectaba en su mirada el brillo propio de quien había conocido de cerca el amor. Charly tornaba la mirada, en un ademán del que había terminado siendo un experto, y hablaba sin decir una palabra. Aunque su intención siempre fuera lanzar balones fuera, la candidez propia de su edad le terminaba por delatar. Sus hoyuelos se sonrojaban y era imposible entender las señales luminosas que emitía. Con los años, había perfeccionado su técnica hasta límites entonces insospechados, y cuando recurría a esa aura enigmática lograba sus propósitos. Recordé entonces cómo otras veces había recurrido a la presencia en su vida de Berta, su mujer, una venezolana espectacular que, francamente, no sabía demasiado bien qué hacía con un tirillas como mi hijo. Cosas del corazón, me dije más de una vez. Había visto en las fotos que él me mandaba cómo era su pareja, y en las cartas mi hijo me contaba cuán dulce era su carácter. Tenía que serlo, porque hizo que un hombre como Charly, al que le daba pereza hasta coger el autobús, cruzase el charco para estar junto a ella.
Pensé entonces que ese “algo hay” iba a ser un nuevo reclamo absurdo de mi hijo para que me fuera a vivir con él. Que se había comprado una casa más grande, que le habían ascendido en el trabajo o cualquier argumento similar. Estaba equivocado, y no podía intuir hasta qué punto. La voz de mi hijo al otro lado del teléfono me dejó sin argumento alguno para seguir dando largas a sus propuestas.
-Ya, algo hay. Déjame adivinar. Te has hecho una casa más grande y allí estaré más cómodo. O no, ahora cobras el doble en tu trabajo y podrás darme todas las comodidades que necesito… como si me hiciera falta alguna.
Mi respuesta, un reproche en toda regla, no desanimó a mi interlocutor. Al contrario. Charly dejó que soltara todo mi sarcasmo y, después de aguantar la respiración durante varios segundos, contragolpeó con el poder de quien sabe que cuenta con un argumento irrefutable, de peso.
-¿Has terminado ya? Pues escucha, que creo que te va a interesar lo que tengo que decirte.
-Soy todo oídos – le respondí sin demasiado entusiasmo.
Su contestación no tuvo desperdicio. No era, desde luego, lo que esperaba escuchar. Quizás algo relacionado con su vida, tan lejana para mí desde hace tanto tiempo, pero desde luego no lo que salió de sus labios con un temblor de emoción.
-Vas a ser abuelo.
Entendí entonces a qué se referían cuando decían que, a veces, una palabra puede cambiarte la vida. En mi caso fueron cuatro, cierto es, pero tras escucharlas las piernas me temblaron y tuve que asirme a la puerta para no caerme. Abuelo. Lo repetí en silencio, con un hilillo de voz, varias veces. Como si quisiera convencerme de lo auténtico de una situación que no creía que pudiera llegar a vivir nunca.
Recuperé como pude el aliento y me aproximé de nuevo al auricular. No pude ver entonces a Charly, pero le imaginaba sonriendo, con esos hoyuelos que habían sido mi debilidad desde que nació. Abuelo. No podía creerlo. No porque no tuviera edad para serlo, sino porque ya creía que nunca podría vivir algo así. Rompí a llorar, aunque en esta ocasión fue de alegría, de una infinita sensación de felicidad.
-¿Desde cuándo lo sabéis? – le contesté.
-Desde hace dos meses – concretó Charly desde su autoexilio venezolano.
Me enfadé un tanto porque mi hijo no hubiera sido capaz de decírmelo antes, pero ni siquiera eso fue capaz de bajarme de la nube en la que la noticia me había dejado. Un montón de dudas vinieron de repente a mi cabeza. Pero no fue la última buena noticia que iba a llegar a mis oídos en un día gris como aquel, que amenazaba con dejarme exhausto de tanto recibir felicitaciones que no había pedido y que, mucho menos, deseaba escuchar. Todavía faltaba lo mejor.
-¿Sabes una cosa, papá? – retomó Charly el hilo de la conversación.
-¿Qué, hijo? – contesté todavía emocionado, sin percatarme de que aquella era la primera vez en mucho tiempo que le llamaba así y no por su nombre de guerra adoptado en la adolescencia. Creo que él sí se dio cuenta, aunque calló para evitar que la situación se tornara todavía más incómoda para mí.
-Ya hemos pensado en el nombre que le vamos a poner…
Aquel anuncio a medias sólo podía significar una cosa. Del mismo modo que en su carné rezaba José Carlos en memoria de un hermano de Laura, el nombre de mi primer nieto debería rendir tributo a algún integrante de la familia. Lo que jamás pensé es que me fuera a tocar esa lotería.
-… le pondremos Miguel, como tú.
Ante ese anuncio, no pude más. Me eché a llorar, esta vez sin contenerme, sin guardar las apariencias. Sincero, emocionado, agradecido. Dejando que el caudal de lágrimas lo inundara todo y evitando, por primera vez desde que se fue Ella, reprimir los sentimientos. Como una corriente de agua que anhelaba desbordarse, nada pudo impedir que el llanto cayera por mis mejillas y se hiciera con el control de mis ojos. Miguel. Era la mejor noticia, el regalo de cumpleaños más bonito que nadie hubiera podido hacerme nunca. Pero no caí en la cuenta de una cosa, había una posibilidad entre dos. También podría ser una niña, o incluso gemelos, porque existían antecedentes familiares.
Entonces pensé en que si el bebé era una niña, seguramente el nombre lo habría elegido ya la mujer de Charly, o su familia, porque a fin de cuentas ella sería su madre y yo desconocía sus costumbres al respecto. Tenía sentido que hubieran llegado a un acuerdo para seleccionar un nombre cada uno, y si era así debía respetarlo. Sin embargo, aquel día no era capaz de acertar con ninguna de mis predicciones. No daba ni una, y la siguiente apuesta tampoco iba a ser a caballo ganador.
-¿Y si es una niña…? – pregunté en voz baja, como si no quisiera molestar a los futuros padres. Y como si supiera de antemano la respuesta, como si sólo quisiera rubricarla, contrastarla de alguna manera.
Charly comenzó a reír al escuchar mi duda. No fue una de esas risas sonoras, sinceras, con la que de vez en cuando me recompensaba y que tanto añoraba. Más bien fue un quejido, una expresión de dolor que, en lugar de manifestarse con el llanto, lo hacía en forma de carcajada.
-¡Qué cosas tienes! Pues si es niña se llamará Laura, por supuesto. ¿Qué otra posibilidad podría existir?
Recordé entonces cuánto había sufrido mi hijo con la marcha de su madre. Cuántas noches de insomnio y de falsas esperanzas se habían quedado por el camino. Cuántas veces le escuché musitando a su lado que la quería, que no iba a dejarla marchar. Incluso cuando lo inevitable se acercaba sin que hubiera remedio ni posibilidad alguna para virar el rumbo. Cuánto me apoyó para evitar que me derrumbara tras la muerte de la persona que fue el principal bastión en mi vida. De alguna manera, con el nacimiento de mi nieto se cerraba la herida. Aunque eso no era cierto del todo. La herida no podría dejar nunca de sangrar, pero el nacimiento del nuevo Miguel o de la nueva Laura nos permitiría recuperar parte de la felicidad arrebatada.
Fue entonces cuando se hizo el silencio. Como después de la tempestad viene siempre la calma, aquel torbellino emocional dio paso a una espera, una dulce espera. Charly había comenzado el discurso pidiéndome, por enésima vez, que me fuera a vivir con ellos a Venezuela. A Caracas. Me sonaba a desconocido y sentí miedo a embarcarme en algo así a mi edad. Sin embargo, aquel regalo, la llegada de mi futuro nieto, me había rejuvenecido toda una década justo el día de mi cumpleaños. Paradojas de la vida.
-Entonces, ¿hay motivo para que vengas a vivir con nosotros o no?
Lo había. Claro que lo había. Apenas pude secarme las lágrimas con un pañuelo que, desde el bolsillo de mi pantalón, había ejercido de testigo mudo de aquella emocionante escena, y balbuceé un “claro que sí” apenas audible para mi interlocutor. Sin embargo, fue más que suficiente para que lo escuchara. Pese a la distancia, pude adivinar cómo una sonrisa sincera, grande como el océano que nos separaba, se dibujaba en su cara. Siempre había sido así cada vez que Charly recibía una buena noticia. Y aquella lo era. Vaya si lo era.
Mi hijo, una vez que los dos nos habíamos tranquilizado, me comentó que él mismo gestionaría los billetes de avión para que viajara a Caracas y viera nacer y crecer a mi nieto, al mismo tiempo que recuperaba el tiempo perdido con mi hijo. Le dije que me mantuviera informado y me respondió que no me preocupara, que al día siguiente ya tendría algo que decirme y que volvería a llamarle. “Sobre esta misma hora, por la diferencia y esas cosas”, argumentó. “No importa, no voy a poder dormir de la emoción hasta que tenga los billetes en la mano”, pensé de manera automática, aunque no me atreví a decírselo y decidí dejarlo pasar.
Llegó la hora de la despedida, sólo que esta vez no sería por un año. En esta ocasión, apenas iban a pasar unas horas hasta que volviéramos a estar en contacto. Aquel día, que comenzó con el tono gris y triste de cada aniversario desde que Laura se fuera tras no poder derrotar a su enfermedad, me devolvió la sonrisa y las ganas de vivir. Encontré un motivo para levantarme cada día, algo que me faltaba desde hacía demasiado tiempo ya. ¿Puede haber un mejor regalo? Hoy es mi cumpleaños. Felicítame.