viernes, 9 de enero de 2009

La chica del tren


Esta es la historia de un viajero solitario que, día tras día, se encuentra con la misma chica en el tren que le lleva a su trabajo. No es que la realidad supere a la ficción, en esta oportunidad desborda a la imaginación...

La chica del tren

Tres años llevaba Jorge en aquel trabajo. Todo era rutinario en su vida cotidiana, previsible como una de esas películas de serie B que programaban en televisión cada fin de semana. Y ya no sólo en la oficina en la que pasaba ocho horas al día. Pese a que era el más novato de los que allí trabajaban, conocía al dedillo cada uno de los movimientos que se producían cada mañana en aquel lugar. Cada entrada, cada salida, cada llamada de teléfono, todo se repetía con milimétrica precisión. Había llegado allí recomendado por un amigo que conocía a su jefe, y pensaba que al menos eso le servía para hacer frente a las facturas. Por mucho que le aburriera, en la mayor parte del tiempo, la tarea a desempeñar en aquella empresa. Era algo que debía hacer, máxime en un tiempo en el que la crisis convertía en conveniente aferrarse a un ingreso mensual garantizado.
Pero su trabajo no era lo único que le hacía sentir como si viviera en un permanente Día de la Marmota. Como si cada jornada todo se repitiera de manera exacta a como aconteció el día anterior. El viaje a la oficina, que Jorge realizaba en tren para evitar estar siempre pendiente del coche en una ciudad como aquella, hostil para el tráfico rodado, se le hacía familiar hasta el hastío. Conocía cada uno de los rostros que se incorporaba al vagón en cada estación, cada gesto, cada ropa, cada conversación que la gente mantenía rumbo a sus quehaceres diarios. Los lunes solía ser el fútbol el que capitalizaba todas las charlas, vacías al fin y al cabo como sus propias existencias. Era un día en el que la derrota o la victoria, el error del delantero de turno o el penalti no señalado guiaban la charla hasta que el aviso pertinente le ponía punto y final. Fin de trayecto. Correspondencia con la línea dos del metro. Así día tras día. El resto de la semana eran las series televisivas las que ejercían de hilo conductor en el trayecto, aunque no todo el mundo tomaba parte de la amena conversación. Había quien se refugiaba en la soledad buscada de un libro o de la música. Habitualmente, cuando veía a alguien con su mp4, Jorge sonreía amargamente y recordaba la época en la que él mismo llevaba un reproductor portátil de discos compactos, con su estuche lleno de alternativas para la semana. Ahora, pensaba en aquellos instantes, la gente lleva 200 discos en lo que ocupa un paquete de tabaco. O más.
De este modo, Jorge se jactaba, en su interior, de tener controlada a toda la masa humana que compartía aquel espacio cerrado con él de lunes a viernes. Bueno… a toda no. Como en la primera viñeta de los cómics de Asterix, había alguien que resistía al invasor. Con el tiempo pasó a llamarla simple y llanamente la chica del tren. No conocía su nombre ni nada de su vida. Pero su comportamiento le desconcertaba cada vez que el tren ponía sus caminos, tan dispares aparentemente, frente a frente durante un efímero momento. Era un instante de universo compartido.
Lo poco que Jorge sabía acerca de aquella chica era lo evidente. Que era joven, que era morena, que llevaba el pelo suelto de manera habitual, que se maquillaba con estilo para destacar sus bellos rasgos faciales, que susurraba sin parar por el móvil, salvo cuando un túnel se cruzaba en el camino y dejaba su pequeño teléfono portátil sin señal, y que llevaba un libro que sobresalía de su bolso marrón. El título siempre era distinto, lo que le convertía, a sus ojos, en una lectora pertinaz e incansable. Y lo más importante para Jorge, porque no era algo que se pudiera apreciar a primera vista y, sin embargo, él lo había detectado desde el primer instante en el que sus vidas se cruzaron. La tristeza de sus ojos. La manera de mirar que ella, la chica del tren, tenía. Un contraste infinito entre su belleza, capaz de derretir cualquier atisbo de orgullo masculino, y la melancolía que su iris azulado derramaba a su paso. Como un río caudaloso de desconsuelo que se esparcía a su alrededor. Un torrente de consternación. A Jorge le parecía increíble que una persona tan primorosa, tan agraciada en su fragilidad, emanase un halo de desolación tan evidente. Un contrasentido, una cruel ironía. Pero así sucedía con aquella chica. O al menos era lo que detectaba el oficinista cada vez que la sentía cerca.
Incluso, en alguna oportunidad, Jorge había fantaseado con la posibilidad de que, sin apenas percibirlo, se estuviese enamorando de ella. De aquella desconocida de ojos tristes. Se le antojaba complicado aceptar que, a pesar de estar bien adentrado en la treintena, se sintiera atraído como un colegial por aquella desconocida, por aquel efecto nebuloso, por aquel sueño diurno. Por aquella muchacha de la que nada sabía, salvo su afición a hablar por teléfono de manera imperceptible y a su elegancia a la hora de vestir. La chica del tren aparentaba cinco años menos que él, calculó Jorge. No parecía ser, pues, una adolescente sin apenas bagaje en los sinsabores que la vida se encarga de repartir periódicamente. Más bien una mujer curtida en esas lides. De ahí podía venir la infinita melancolía que sus ojos disparaban cada vez que alguien osaba cruzarse en su camino. Incluso cuando sus párpados bajaban, como si anhelasen esconderse de un secreto inconfesable.
Y aquella mañana volvió a subir al tren. Entre la marabunta que cada mañana accedía a los vagones, Jorge divisó su figura, como si una luz la separase del resto de los viajeros. Habitualmente, la chica del tren ocupaba un sitio apartado del suyo, casi opuesto en todos los sentidos. Aquella mañana, sin embargo, en su estación subieron muchos más pasajeros de lo que era habitual. Jorge no creía en la existencia de la casualidad, no era de las personas que confiaban en el destino. Un examen para una oposición rompió la rutinaria calma del vagón, los rostros familiares que alzaban la cabeza, en señal de saludo, de modo rutinario. Aquel día todo fue distinto. Mucho más masivo, mucho menos confortable.
La chica del tren subió, un día más, con el móvil pegado al oído, y comenzó a separar los asientos vacíos con la mirada. El que ocupaba habitualmente, el más escondido y solitario, estaba ocupado, así que se afanó en buscar alternativas casi de manera inmediata. Jorge se percató entonces de que el asiento de al lado estaba vacante, y comenzó a percibir cómo temblaban sus piernas al pensar en la posibilidad de que la muchacha de ojos tristes ocupara un sitio tan cercano al suyo. Jorge alzó la mirada y vio a la chica, vestida con un impecable traje gris, disponiéndose a sentarse a su lado.
La chica del tren buscó otras alternativas, en apenas unas décimas de segundo, para darse cuenta de manera inmediata de que sólo cabían dos opciones. O sentarse al lado de aquel chico de aire despistado que, pese a todo, parecía tener algo que atraía su faceta más fantasiosa, o permanecer de pie durante todo el recorrido. Ana desechó la segunda opción al comprobar cómo le había costado aquella mañana avanzar por el vagón. Era lo habitual para ella, pero aquel día la cuesta se estaba haciendo especialmente empinada, el camino más complicado de lo normal. Por eliminación, optó por ocupar el asiento que quedaba vacío aquel día. Por eso y por el gesto de cálida invitación del muchacho, al que no quiso resistirse.
-Hola – musitó al sentarse al lado de Jorge.
Aquella fue la primera vez en la que el oficinista tuvo la oportunidad de escuchar la voz de la misteriosa y triste muchacha del traje gris. Había imaginado esa situación en muchas ocasiones, como ocurre cuando uno le pone rostro a una voz que escucha en la radio. Y, del mismo modo, el resultado no fue el que había trazado en su imaginación. No exactamente, al menos. No le sorprendió que aquel saludo no fuese estridente, porque el modo de susurrar por teléfono que ella tenía desterraba de inmediato la idea de una mujer de tono ensordecedor. Con todo, se topó de bruces con una voz más suave de lo que había soñado.
-Hola – devolvió el saludo el muchacho, que estaba viviendo la escena como si se tratara de un anhelo cumplido.
Ana tomó asiento sin dejar de musitar palabras en el teléfono móvil, las mismas que habían resultado incomprensibles para Jorge desde que la viera por primera vez en aquel tren. Aquella mañana, sin embargo, pudo escucharlas más de cerca, como quien descubre la solución a una incógnita en una ecuación complicada. Pese al tono de voz de su inesperada compañera de viaje, la cercanía le hizo adivinar la mayor parte de las palabras que salieron de sus labios hacia un destino desconocido. No fueron suficientes para que Jorge pudiera saber cuál era el argumento de la charla, pero sí para comprobar que la tristeza que se desprendía de sus ojos también brotaba, a manos llenas, de sus palabras.
Fue un trayecto lleno de contradicciones. El temblor que se apoderó de Jorge contrastaba con la frialdad de la chica del tren. Nada más que el saludo. Después, toda su atención se desvió hacia el teléfono y, cuando el túnel de turno lo impedía, hacia el techo del vagón. Ni siquiera una mirada durante el tiempo que compartieron en aquel espacio improvisado.
El tren, desconocedor de aquel inesperado y fugaz encuentro, siguió su tránsito, y pronto llegó el momento de que Ana tuviera que bajarse. Se incorporó, a duras penas por el frenado de la máquina, y se dirigió hacia la puerta. Ni siquiera se despidió, apenas una mirada hacia Jorge, que sin embargo no podía dejar de mirarla. Aquel día no pudo, ni quiso, disimular. Siempre le habían dicho en casa que no era capaz de fingir, y el hecho de intentarlo en una situación como aquella se le antojaba absurdo. La chica del tren dejó su sitio junto a él, aunque su recuerdo no le abandonó en todo el día. Ni siquiera fue capaz de concentrarse en su tarea diaria en la oficina, en la que las horas se le hicieron cuesta arriba. Sólo tuvo mente y corazón para la chica del traje gris al que la casualidad, y un examen, habían situado a su lado aquella mañana. Mucho más tarde, cuando el día agonizó, su recuerdo se disipó en la bruma, aunque el chico sintió que seguía latente, agazapado tras cualquier esquina. Esperando su ocasión de regresar al primer plano.
Aquella noche, Jorge apenas pudo conciliar el sueño, y cuando lo hizo fue para permitir que aquella chica de mirada y voz melancólica, desconocida para él al fin y al cabo, se metiera en sus sueños. En ellos, Ana se revelaba como una chica tímida, que hablaba por teléfono sin parar porque, simplemente, no soportaba el silencio ni la soledad. Una mujer que vivía en medio de un bloque de hielo que resultaba sobrehumano romper. El esfuerzo por hacerlo añicos y llegar a lo que se intuía detrás se antojaba titánico, y él terminaba exhausto, entre inconsolables lágrimas, sus intentos por llegar hacia ella, por traspasar la gélida frontera que se alzaba entre ambos. Un muro que sólo pudo derrumbarse cuando el implacable despertador sonó y le devolvió a la terca realidad.
Aquella mañana, Jorge sintió, por primera vez en mucho tiempo, que todo era distinto. El ritual que precedía a su jornada en la oficina tenía un sabor mucho menos agrio que otras veces. Él sabía que todo se lo debía a su deseo de volver a cruzar su camino con el de la chica de la mirada triste. Del mismo modo, era consciente de que repetir la escena del día anterior iba a resultar improbable. Sabía, aunque no quisiera creerlo del todo, que la muchacha volvería a su sitio de siempre, que nunca podría obtener de sus labios nada más que aquel saludo cortés. Pero le resultaba imposible dejar de pensar en una segunda oportunidad, y en su reacción ante ella. Como tantas otras veces, hubiera querido ser más valiente.
Aquella mañana, estuvo tentado de romper la rutina para no cruzarse con ella y, de este modo, evitar sufrir más de lo necesario. Pero enseguida se dio cuenta de que no podría soportar la idea de no verla, de no cruzar siquiera una mirada con aquella misteriosa y desconocida chica del tren. Jorge decidió entonces que había llegado el momento de dejar al margen su habitual timidez, su pertinaz cobardía, para descubrir, al menos, qué era lo que generaba la tristeza que se desprendía de cada uno de sus movimientos. Cuál era la razón de que aquella frágil y bella muchacha desprendiera una desolación infinita en cada uno de sus pasos.
De este modo, el oficinista encaró el camino al tren, el rutinario trayecto, con unos nervios que sentía casi inéditos de tan lejanos. Pensó con ironía que se estaba comportando como un adolescente cuando ya no tenía edad ni fuerzas para serlo, pero no podía evitar actuar de aquel modo. La sola idea de cruzar su mirada con la de la chica provocaba un incesante temblor en sus piernas, y hasta los movimientos más mecánicos, como el de pasar por el artefacto que reconocía la validez de su billete, se le hizo cuesta arriba aquella mañana. Algo estaba cambiando.
De camino al andén, trató de templar sus nervios y pensó en que, casi con total seguridad, la chica no aparecería. Y si lo hacía, ni siquiera le miraría a la cara. Que lo del día anterior había sido fruto del azar, y que por tanto no volvería a repetirse.
Derrotado por su falta de autoestima, Jorge se derrumbó sobre su asiento predilecto, el mismo que parecía llevar su nombre de tantas veces como se había sentado sobre él, y optó por llevar su mirada y su imaginación hacia el paisaje. El urbano y el natural. Conversaciones sin ninguna importancia pasaron al primer plano al mismo tiempo que los árboles que el tren dejaba atrás. Una estampa tan familiar que aquellos abedules casi parecían saludar al monstruo metálico a su paso. Cualquier cosa debía pasar antes de que aquellos ojos tristes volvieran a nublar su capacidad para el razonamiento más básico. Aunque fueran aquellas hileras ululantes que el tren parecía despreciar en su avance diario.
Entonces sucedió. Como era costumbre, la chica del tren subió, con una puntualidad británica, al vagón casi vacío. El espejismo del día anterior parecía condenar a Jorge a presenciar sus movimientos, lo poco que ella exteriorizaba, desde la lejanía. Así fue. Casi por inercia, y pegada al celular como era costumbre, ella pasó de largo y se dirigió hacia su lugar habitual.
Con el tren todavía detenido, Jorge pensó en acercarse a ella, pero desterró la idea casi de modo inmediato al comprender la dificultad que entrañaba efectuar dicha maniobra sin interrumpir sus eternos susurros inalámbricos. Miró hacia atrás y pudo ver con meridiana claridad al objeto de sus desvelos mirando el paisaje. Esta vez no hablaba por teléfono. Jorge pensó que podía ser su oportunidad de acercarse a la misteriosa chica del tren.
Fueron apenas treinta segundos en los que reunió todo el coraje que podía imaginar, o quizás más todavía, para acercarse a saludar a su compañera de viaje del día anterior. Medio minuto que, sin embargo, se hizo eterno para él, como si hubieran pasado horas. Fue un breve lapso de tiempo que, paradójicamente, le sirvió para entender la tristeza de aquella mirada. Mucho más, desde luego, que todos los días precedentes de silenciosa lejanía.
-Hola, cielo – escuchó.
Un chico alto, de pelo corto y complexión atlética, se había acercado a la muchacha de ojos tristes con intención de darle un beso que ella, aunque no rechazó, tampoco aceptó precisamente llena de entusiasmo. Jorge volvió a sentirse como un adolescente. En esta ocasión, no por sentir ese cosquilleo que llevaba días sin permitirle centrarse en sus quehaceres, sino por experimentar, tanto tiempo después, la impresión de estar haciendo el idiota. De dejarse llevar por un sentimiento que, estaba a la vista, sólo residía en su soñadora mente. Por haberse permitido, como si de un enamoradizo colegial se tratara, levantar castillos en el aire con la excusa de una presencia, por otro lado, desconocida para él.
-Te he dicho hola, ¿no vas a saludarme siquiera?
Aquella frase le hizo abandonar la vergüenza que le había dominado apenas un instante antes y girar, de manera instintiva, la cabeza hacia su ensoñación de los últimos días. Jorge relacionó la frialdad con la que la chica había reaccionado ante quien parecía ser algo más que un amigo con la tristeza que brotaba de sus ojos. Por alguna razón, la chica del tren no era feliz. Y la razón estaba allí delante, vestida con vaqueros y camiseta de color negro.
-Jorge, pareces tonto. Deja de soñar y haz el favor de volver al mundo real – escuchó en su cabeza con la nítida y siempre sabia voz de su madre. Siempre le había reprochado su tendencia a la fantasía, su capacidad para evadirse de la rutina cotidiana creando mundos que sólo tenían sentido en su cabeza. Así había sido desde muy pequeño, pero con el paso de los años aquel rasgo no había desaparecido. La súbita aparición de Adela tratando de suministrarle su dosis de realidad hizo que viera con claridad que había llegado el momento de dejar de pensar en la chica del tren, de aparcar las fantasías que le rondaban la cabeza cada vez que veía a una mujer de la que, por otra parte, sólo conocía sus elocuentes silencios y sus susurros telefónicos, seguramente con aquel tipo que le estaba reprochando su falta de atención.
-Ya es hora de que te eches una novia de verdad – volvió a censurar la voz de su madre, que llevaba cinco años muerta como consecuencia de un accidente de tráfico.
Adela volvía de unas vacaciones con una amiga, algo que se había convertido en habitual desde que enviudara tres años antes. En aquella oportunidad, no logró que sus hijos la acompañaran a Galicia, y optó por recurrir a Teresa, su mejor confidente desde que el azar les cruzó en unos grandes almacenes pugnando, literalmente, por el último pantalón rebajado. Las dos se fueron para conocer de cerca los encantos de las Rías Bajas, La Coruña y Santiago de Compostela, pero nunca pudieron llegar a hacerse la foto de rigor en la Plaza del Obradoiro. Un conductor temerario se saltó un Stop y acabó de este modo con la vida de aquella mujer que, un lustro después, reaparecía de manera súbita para recordarle a su hijo las cosas que le recriminaba cuando vivían bajo el mismo techo.
El fatal destino de su madre, a quien quería con locura pese a sus constantes intentos por protegerlo, derramó dos lágrimas desde los ojos de Jorge. El recuerdo de Adela le devolvió a la realidad, a una existencia vacía en la que sólo había hueco para un trabajo aburrido y para los momentos de asueto junto a sus dos amigos de toda la vida. Por un instante, la chica de ojos tristes, esa aspirante a llenar el evidente vacío afectivo que su vida arrastraba, se perdió en el horizonte. Hasta que le despertó aquel chasquido.
-¡¡Cabrón!!
Jorge se dio cuenta de dos cosas en aquel momento. Una, que era la primera vez que escuchaba con nitidez la voz de Ana. Y dos, que la melancolía habitual estaba dejando su lugar a una rabia que, sin duda, parecía contenida durante demasiado tiempo. Al girarse, el oficinista sólo pudo ver al novio de aquella belleza morena salir corriendo del tren mientras vociferaba frases de difícil comprensión, y a Ana con una expresión inédita a los ojos de su admirador secreto. Con el rostro tenso y un gesto opuesto a su habitual serena melancolía, la chica golpeó con furia el asiento delantero que, por suerte, estaba vacío.
-¡Vete al infierno! – deseó con una voz tan fuerte que hasta el viajero más lejano del vagón pudo escuchar con nitidez su maldición. Acto seguido se echó a llorar, de manera inconsolable, como sólo pueden hacerlo quienes saben que, a partir de ese momento, sólo caben dos opciones, a cual peor. O la ruptura traumática con el pasado o su reaparición, a traición y en el momento más inesperado, como un jabalí herido deseoso de venganza.
Jorge no supo cómo reaccionar. El ángel y el diablo que había visto tantas veces, uno en cada hombro, porfiaron por llevarse el gato al agua. El alado querubín deseaba que lo dejara estar, que ni intentara acercarse a ofrecer consuelo. En definitiva, que diera rienda suelta una vez más a su cobardía. Como había hecho siempre. Al otro lado de su confusa cabeza, el espíritu del mal vociferaba para que, por una vez, rompiera su barrera de temor y se sentara junto a Ana para darle lo que pedía a gritos.
El tren, ajeno a la convulsión mental que le azotaba, siguió rutinario su caminar y entró en un túnel. A la salida, un fogonazo, un halo de luz, pareció despertar a Jorge de su letargo. En ese fugaz instante, dominado por un fugaz arrebato de valentía, le importó muy poco lo que opinara su ángel, su madre, la vecindad o el párroco de su barrio. No quiso valorar la diferencia entre el bien y el mal, sólo obedeció los dictados de su corazón. Sin importarle en exceso las consecuencias de sus actos. Mandó al asexuado personaje al suelo de un manotazo y se decantó por levantarse y acudir a la silenciosa llamada de socorro de la chica de los ojos tristes.
Fueron cuatro pasos, un recorrido efímero que se hizo casi invisible de tan pensado como lo tenía. Lo había imaginado en multitud de oportunidades, en sus ensoñaciones. ¿Cómo sería capaz de acercarse a su objeto de deseo? A la hora de la verdad, toda la teoría que había acumulado se disipó como la niebla. Por una vez, Jorge fue capaz de dejar de pensar. Simplemente actuó. Simplemente se acercó a la chica, que a la tristeza habitual de su mirada había unido una colección de lágrimas capaz de desmontar al más pintado.
Ana vio acercarse a aquel desconocido, aquel chico con el que el azar le había hecho compartir asiento el día anterior. Ignoraba si había visto el numerito que su novio le había montado, aunque de repente recordó las miradas furtivas que le dedicaba cada vez que subía al tren y entonces supo que sí. Seguro que lo había visto todo. Pero no fue capaz de reprocharle nada, porque con lo que habían gritado los dos resultaba imposible que nadie hubiera permanecido ajeno a la discusión. Una bronca, una más, que esta vez había puesto punto y final a tres años de sinsabores. De violencia física y psicológica. Aquella risueña muchacha que quedó prendada de sus palabras (vanas, según tardó poco en comprobar) había volado. En su lugar, y en el mismo cuerpo, como una okupa, se hallaba ella. La melancolía. La tristeza, y en ocasiones la rabia. Como aquel día.
Por eso, quizás, no se vio capaz de hacer un gesto ante la llegada de Jorge al asiento vacío. Ni de rechazo ni de aprobación. Sintió que necesitaba consuelo, un hombro sobre el que llorar todas sus penas. Que no eran pocas. Y ni siquiera le importó que fuera uno desconocido. Cuando vio a Jorge acercarse, esbozó una sonrisa triste como toda respuesta. Después, nunca supo por qué, sintió una necesidad dominante de abrazarle. De hacerle partícipe de tres años de calvario junto a Luis. Su madre siempre le había advertido sobre los problemas que podría acarrearle su enfermiza tendencia al enamoramiento, los sonoros sopapos que la vida sería capaz de propinarle si no le ponía remedio. Ana sintió que volvía a sucederle, aunque en ese momento no tuvo claro si no se sentía capaz de ponerle freno o, simplemente, no quería hacerlo. Cuando has tocado fondo sólo puedes ganar, pensó para tratar de aliviarse.
Jorge, presa de una determinación casi inédita, ocupó el asiento contiguo al de Ana. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no tenía ni la más mínima idea de lo que debía hacer en aquella situación. Por suerte, no le hizo falta…
Ana volvió a dejarse llevar por aquel momento inesperado, por aquella oportunidad que se presentaba ante sus ojos vestida de sport y con aire despistado. Pensó que nada, o muy poco y de escaso valor, tenía que perder, y acercó su cabeza hacia la de su improvisado compañero de viaje. No hubo mucho más que decir, simplemente dejar que sus labios se acercaran y que un beso rubricara aquella extraña historia. Fueron apenas cinco minutos en los que la vida de los dos, los sinsabores acumulados, pasaron por delante de sus ojos como en un anuncio de esos que veían a diario cuando el tren iba gastando su cotidiano recorrido.
-Gracias – acertó a decir, esbozando una bella sonrisa que terminó por cautivar a Jorge, que ni siquiera cayó en la cuenta, varios besos y abrazos después, de que el tren ya había pasado por la estación en la que siempre se bajaba. Sin embargo, ni siquiera su madre regresó entre reproches a su presencia. Jorge supo que, desde aquel día, los viajes en el tren no volverían a ser como hasta aquel momento. Lejos de importarle, vio con meridiana claridad que eso era lo que su vida necesitaba, lo que había estado buscando desde hace muchos años. Ana comprobó cómo la melancolía de su mirada iba desapareciendo progresivamente a cada contacto de sus labios con los de su nueva ocasión de ser feliz. También tuvo presente que tenía que dejar ciertas cosas claras para evitar que los errores se repitieran. Pero esa materia era para otro viaje.

Cuento de Navidad


Este es el primer relato que he escrito en 2009. No es una historia navideña al uso, más bien es lo opuesto. O intenta serlo. Espero que os guste.

Cuento de Navidad

Diez de la mañana. Arturo se colocó de nuevo su disfraz de Papá Noel después de fichar y se apresuró a situarse junto a la puerta del centro comercial. Un día más, su labor será la de repartir sonrisas y folletos publicitarios a todo aquel que pase por su lado. Son varios años ya haciendo esa labor en diciembre. Años en los que la tristeza es creciente cada vez que llegan estas fechas. Su obligación consiste en que no se le note. En que la procesión vaya por dentro. Desde que se vio en la calle, con casi cincuenta años, tras pasar casi tres décadas en la misma empresa, se ha visto obligado a ejercer trabajos temporales para sobrevivir. Y uno de ellos es ponerse ese maldito traje rojo.
El mastodonte en el que trabaja ya ha abierto sus puertas. La avalancha humana que cada mañana le da los buenos días va pasando a su lado. Como si no existiera. Arturo, en realidad, ya se ha acostumbrado a pasar desapercibido. A vivir como si formara parte del mobiliario, como si fuera uno de esos estantes que soportan el peso de la edición especial en DVD del gran éxito cinematográfico del año. En ocasiones ha sentido la tentación de despojarse de sus ropas ficticias y de asustar a los clientes. Son pequeñas fantasías que le ayudan a sobrellevar el hecho de tener que pasar, por cuatro perras, tanto tiempo dando vida al hombre bonachón de barba blanca. Sabe que nunca lo hará, sobre todo por los niños. Su gran debilidad.
De hecho, si la Navidad entristece tanto a Papá Noel es precisamente por eso. Por sus hijos. Sus dos pequeños, a los que añora demasiado desde que su mujer decidiera pedirle el divorcio tras liarse con su jefe (un clásico) y un juez le concediera la custodia de Marta y Raúl.
-¿En qué se basa para tomar esa determinación? – le preguntó a su abogado en una oportunidad.
-Bueno, tú no tienes trabajo y no puedes garantizarles estabilidad…
Maldita sea. Arturo se sentía en medio de un círculo vicioso del que le resultaba imposible salir. Se sentía impotente. Como le dijo a los miembros del tribunal, había conocido a su mujer en el trabajo. Otro clásico. Con ella había vivido años de felicidad que, de manera ingenua, creyó eternos. De hecho, lo parecían antes de que se convirtiera en la pieza sobrante de aquel puzzle. De buenas a primeras, comenzó a molestar a su mujer y a su jefe. Encima de cornudo, apaleado. Por eso, empezó a comprobar cómo su superior le trataba de hacer la vida imposible, como el cerco se estrechaba hasta ahogarle. Hasta dejarle sin respiración. Sin duda, quería pillarle en un renuncio para tener la justificación que necesitaba para ponerle de patitas en la calle. Por eso había comenzado a asignarle tareas que nunca había realizado, a llenar su tiempo allí de labores que correspondían a otros. Y Arturo, que nunca había levantado la voz desde que llegara allí con la ilusión propia de un jovenzuelo, comprobó que era demasiado tarde para cambiar de estrategia. Trataba de asumir todos los encargos de su jefe, ignorando que se trataba de una estrategia diseñada para dejarle fuera de juego. Hasta que ya no pudo más. El primer error, no devolver una llamada a un cliente importante, le puso en la línea de fuego. Apenas tardó 24 horas en recoger sus pertenencias. Y sus recuerdos, que también merodeaban por aquel lugar como pegajosos fantasmas. De la noche a la mañana se vio sin trabajo, sin pareja y sin la custodia de sus hijos, por los que sentía un cariño que, le constaba, era recíproco. La estrategia perfecta, al menos para su mujer y su antiguo jefe.
-¡Feliz Navidad, Papá Noel!
Una voz infantil le despertó de sus recuerdos. Arturo bajó la vista y vio a un ilusionado niño saludarle, desde cerca, sin esconder sus deseos de tocar la mano a Papá Noel. Dibujó bajo la barba la sonrisa más abierta y sincera que pudo y acarició con su mano el rostro de aquel chaval. Al menos, aquel trabajo de mierda le permitía despertar la ilusión en aquellos críos. Siempre supo que era lo único que merecía la pena de todo aquello. El sueldo, desde luego, estaba a años luz, pero al menos de ese modo podría comprarles algún modesto regalo a sus hijos. Si es que su madre le permitía verles en aquella Navidad. Que tampoco era la primera vez…
Absorto en su dolor, Arturo apenas percibió la presencia de la gente que, un día más, acudía a comprar todo aquello que tuviera precio. Para que luego dijeran que había crisis. Desde luego, no parecía que la escasez hubiera pasado por allí. Las bolsas llenas, desde luego, daban a entender todo lo contrario. En cualquier caso, Papá Noel parecía tener bien aprendida la lección. Abrió los brazos como si fuera a abrazar a cada uno de aquellos inesperados visitantes y puso bien cerca de su alcance los folletos que anunciaban las ofertas del día. 2x1 en juguetería, rezaba la de aquel miércoles anodino. La escena, desde luego, no era desconocida para él. Cumplía a la perfección el ritual, sin un error, sin desviarse un ápice de lo que marcaba aquel invisible guión. No iba a ser él quien se sintiera deslumbrado por el neón de los anuncios navideños, por el brillo de los precios que se situaban al alcance de cualquiera. A veces ironizaba y se veía a sí mismo cumpliendo su misión con absoluta fidelidad, ajeno a todo el jaleo que se organizaba a su alrededor. Como si tuviera una misión casi sagrada por cumplir. ¿Acaso no era la Navidad una fiesta de carácter religioso? ¿O ya no lo era?
Así lo hizo también aquella mañana. Por mucho que supiera que, en realidad, sólo era un títere en medio del circo en el que la Navidad se había convertido, había un componente de profesionalidad y uno, mayor, de necesidad, que le empujaba a concentrarse en la tarea de arrancar una sonrisa a un niño. A olvidar que, en realidad, lo único que le apetecía era terminar la jornada y ahogar sus penas en la barra del bar de Paco, el camarero de toda la vida, el que sabía más de su propia vida que él mismo. Mientras tanto, lo único que debía mantenerle centrado era la tarea a desempeñar.
-Si vuelves con un folleto en la mano, estás despedido – le había recordado el jefe en más de una oportunidad.
Como aquella no hubiera sido una situación ideal, Arturo comenzó a repartir aquella publicidad entre los clientes, cada vez más numerosos. A su compañero del turno de tarde le resultaba más sencillo cumplir con el primer mandamiento del encargado de planta, pero aquel día todo parecía más fácil que de costumbre. Porque entre clientes y mirones los pasillos estaban llenos. Papá Noel contó por encima los papeles que todavía permanecían en sus manos, alzó la vista y numeró toda la gente que debía transitar junto a él en los siguientes treinta minutos. Aquel día, desde luego, cumpliría la misión, y no se vería obligado a guardar el material sobrante en su bandolera para evitar que le pillaran, una vez más, sin argumentos.
Entonces les vio. Marta y Raúl, acompañados de su madre y de aquel cabrón que le había dado trabajo durante tantos años y que no dudó en quitarle todo lo que tenía en cuanto tuvo oportunidad. Su visión le paralizó durante un instante, y dudó entre despojarse de sus harapos rojos y correr a abrazar a sus vástagos y aprovechar su anonimato para golpear su rostro con dureza, porque era evidente que ninguno de ellos le había reconocido. Sin embargo, la idea de que sus dos pequeños le vieran en un trance semejante le producía un sonrojo inversamente proporcional al que sintieron su madre y su antiguo jefe cuando decidieron llevar a cabo la treta mediante la cual le sacaron de sus vidas. Así que descartó dejar de ser un símbolo navideño para volver a ser Arturo y dar su merecido a aquel tipo. Aguantaría el tirón de manera estoica por no pasar por aquel episodio delante de sus hijos y guardaría sus ansias de venganza para otro momento que fuera más propicio para sus intereses. Lo que no pudo evitar fue seguir al cuarteto con la mirada. Pese a que el local estaba lleno, el resto de los clientes dejó de tener importancia para él. Desde ese momento, sólo tuvo ojos para sus hijos.
Les vio acercarse con ritmo cansino hacia su posición, deteniéndose en cada puesto de juguetes en un inequívoco gesto de solicitud de alguno de aquellos cachivaches como regalo navideño. Justo los que él no podía permitirse regalarle a sus dos hijos. Seguro que esa era la estabilidad a la que se refería el juez cuando les arrebató su compañía en una decisión exenta de cualquier atisbo de justicia.
-Mierda – musitó bajo las barbas justo en el momento en el que un niño le observaba embobado, propio de quien descubre por primera vez al señor de traje rojo que va a ir a su casa para darle los regalos que pidió en su carta. No sin antes dejar muy claro que ese año había sido muy bueno.
Arturo, sin perder de vista a sus hijos, regaló una carantoña al infante que no le quitaba ojo de encima y le sonrío del modo menos triste del que fue capaz, obteniendo a cambio un guiño de complicidad lleno de ilusión. Marta y Raúl se iban acercando, ignorando que aquel barrigón que repartía sonrisas y folletos era su padre. Un hombre al que querían con locura pese a los intentos de su madre por ponerles en su contra. Un hombre al que, por motivos que desconocían, no podían ver siempre que querían. Papá Noel tuvo que contener una lágrima, que amenazó con deslizarse por su mejilla, cuando pasaron a su lado sin ni siquiera mirarle, devolviéndole el regusto amargo de sentirse como uno de los muebles de aquella enorme tienda en la que trabajaba cada mes de diciembre.
La gota fue a parar a la manga roja de su disfraz, dejando su rostro árido y sin rastro del llanto que amenazaba con desbordarse. Era sin duda la Navidad más triste que recordaba, ya que otros años, al menos, no había tenido que pasar por el triste episodio de ver a sus dos pequeños ir por detrás de su madre en medio de la vorágine que se crea en cualquier tienda durante las fechas navideñas. No era gran consuelo, pero Arturo ya se había acostumbrado a no pedir demasiado. A conformarse con poco.
Cuando el rastro visual del cuarteto ya se perdió en las hileras de compradores, Arturo miró el reloj. Apenas restaba una hora para que terminara su jornada laboral, que se estaba haciendo eterna. El recuerdo de la colonia que usaba Marta, aquella que él mismo le había comprado tantas veces, impidió que el halo de tristeza le abandonara del todo mientras hizo el papel de Papá Noel. Tuvo que hacer esfuerzos titánicos para que las lágrimas no cayeran de nuevo por sus mejillas.
El reloj siguió avanzando de manera agonizante, al menos a los ojos de Arturo, hasta que llegó la hora de volver a ser él mismo. Aquel día, al recobrar su aspecto habitual rompió su rutina, la que le llevaba de manera casi inmediata al bar de Paco, un sitio en el que tarde o temprano iba a terminar. En lugar de eso, buscó a sus hijos por el centro comercial con el ansia con el que un pirata pugna por su tesoro, pero fue en vano. Avanzó lo más rápido que pudo por los pasillos poblados de gente, bordeó el estrecho hueco entre los lácteos y los congelados y divisó el pasillo de los refrescos, pero sin éxito. Ni rastro de sus hijos. Esta vez sí, la sensación de vacío por haberles tenido tan cerca y no haber tenido siquiera la ocasión de darles un beso se apoderó de él. La lágrima que una hora antes amenazó con restar credibilidad su papel de símbolo navideño regresó con refuerzos. Ver llorar de aquel modo a un hombre hecho y derecho como él oscilaba entre lo patético y lo tierno. Ni siquiera pudo haber explicado por qué el llanto le estaba dominando, pero tampoco quiso luchar contra él. Estaba harto de aparentar, y en aquel instante la opinión de sus congéneres le importó un bledo.
En medio de un mar de lágrimas, Arturo salió del centro comercial en dirección a su casa, un camino que tuvo la sensación de ser demasiado conocido para él. Antes, sin ni tan siquiera planteárselo, sus pies le llevaron hasta el bar, donde Paco, amable como era costumbre, le aguardaba presto a ponerle una caña. La caña de siempre. Su pequeño bálsamo en medio de aquella sequía.
-Hola Arturo, ¿te pongo una cañita?
Papá Noel dudó un instante. Ese día necesitaba algo más fuerte para intentar ahuyentar sus miedos, por mucho que no tuviera nada claro que el efecto no sería el contrario al que deseaba. Que resurgieran en su máxima potencia. Y que hiciera partícipe de ellos a su amigo, el dueño del bar en el que había pasado tantas veladas alegres, y otras que no lo eran tanto.
-Paco, ponme un whisky doble – replicó, ante la atónita mirada del camarero, que nunca le había visto pedirle algo así.
Sin embargo, optó por no hacer preguntas y sirvió el vaso a su amigo. Sabía que estaba pasando una mala racha, pero aquello terminó por sobresaltarle. También tenía claro que Arturo era un hombre de pocas palabras y que sólo le contaría lo que él quisiera, que no serviría de nada preguntar. Arturo asió el vaso con rabia, con desesperación, y lo ingirió de un solo trago. Acto seguido, pidió otro, ante los ojos atónitos del camarero, que incluso dudó un instante antes de servirle la segunda copa a su amigo de tantos años. Sin embargo, la mirada de Arturo, a caballo entre el desprecio y la desesperación, le hizo volver a llenar el vaso. Aunque su amigo no era violento, el desconocido gesto de su rostro le hizo optar por servirle lo que pedía. En esta oportunidad, casi ni permitió que el cristal tocara la superficie de la barra. Como si levitara, el vaso pasó de manera instantánea de las manos de Paco a las del hombre que esperaba el calor ficticio de su contenido al otro lado de la barra, que volvió a pasar por su garganta de un solo trago. Casi sin pensar, se encaminó hacia el cuarto de baño presa de una valentía que nunca había sentido con anterioridad. Sin dar tiempo siquiera a su amigo a que pudiera decirle palabra alguna.
Pero no pretendía utilizar aquel minúsculo cuartucho, en el que apenas cabían la taza y el lavabo sin molestarse, para lo que lo empleaba el resto de los clientes que pululaba por aquel establecimiento. Su intención era totalmente distinta, radicalmente opuesta. Antes de entrar, comprobó que la navaja que le acompañaba siempre, y que había utilizado en multitud de ocasiones para tareas tan dispares como coger setas los fines de semana o cortar el pan con el que se hacía el bocadillo cuando la jornada laboral se alargaba más de lo deseable. En aquella ocasión, sin embargo, iba a darle un uso bien diferente.
Arturo se afanó en cerrar la puerta con cerrojo para asegurarse de que nadie iba a interrumpir su misión. Alguna vez había pensado en ello, pero su cobardía le había impedido dar ese paso. Aquel día, sin embargo, la escena de sus hijos pasando a su lado sin reconocerle se difuminaba en su memoria por efecto de los dos whiskys que había ingerido a la velocidad de la luz. Él, que empezaba a decir más tonterías de las necesarias a nada que se tomara dos cañas. Sacó el teléfono móvil, lo configuró para que la llamada saliera como número privado y marcó el número de su mujer. Al cuarto tono, se oyó una voz al otro lado.
-¿Dígame?
-Adiós, cariño – respondió con voz tenebrosa, antes de colgar, sin opción a la réplica, en cinco segundos que le parecieron horas.
Acto seguido, como si no quisiera tener la oportunidad de pensarlo dos veces, extrajo la navaja plegable del bolsillo y situó la hoja a la vista. Tembloroso, se levantó su camisa de color azul y la introdujo en su abdomen. Lo hizo lentamente, como si quisiera recrearse en su último acto vital. Ya no aguantaba más, y quiso complacer a quienes dibujaron un plan para sacarle de su vida. Ya no haría falta que sufrieran más por él. A los pocos segundos, su visión comenzó a nublarse y su cuerpo no tardó en desplomarse sobre el lavabo.
Al otro lado de la puerta, Paco comenzaba a impacientarse. Hacía demasiado tiempo que Arturo había entrado en el baño, cuando más de una vez se había burlado de él por la rapidez con la que hacía sus necesidades. Mientras limpiaba los vasos que resplandecían en el interior del lavavajillas, vio un charco de sangre ganando terreno desde su interior, tomando el suelo del bar desde el otro lado de la puerta. Corrió hacia el cuarto de baño y golpeó la puerta, pero nadie contestó. Ya era demasiado tarde. Para cuando quiso derribarla, se encontró a Papá Noel inerte sobre las baldosas blancas. Aquella iba a ser una Navidad que nadie podría olvidar.