lunes, 22 de diciembre de 2008

La cola del cine


Hasta la fecha, todo lo que he colgado en este blog han sido poemillas de nueva creación, que he puesto según los he ido escribiendo... Ahora voy a hacer lo propio con un relato, "La cola del cine". A ver qué os parece. Espero que os guste.

La cola del cine
Domingo por la tarde. Como cada vez que la semana agoniza, el cine del centro de la ciudad abre sus puertas a la espera de que se forme la cola habitual. Seres cuyas vidas nada tienen en común se sitúan, uno tras otro, de manera ordenada, en busca de un poco de evasión. Pocos se conocen entre ellos, y algunos quieren ver una historia con intrigas y asesinatos. Otros se decantan por el humor como válvula de escape a la rutina diaria, mientras que no falta quien opta por una historia romántica, como si quisieran poner una cortina de humo delante de su propia soledad.
Hoy encima hace frío, y los abrigos se van situando en fila en dirección a la taquilla. De todos los colores, de todos los tejidos, de todos los tamaños. Tan variados como sus propios dueños. Y allí, a lo lejos, la veo. Como siempre. Con su eterno aire despistado, esperándome para ver la última película de ese actor norteamericano que tanto le gusta. Marta siempre ha preferido la pantalla grande para que le cuenten una historia. Por eso, ni los precios ni la opción de ver cine en casa le han frenado nunca. “Como en un cine, en ningún sitio”, me repite cada vez que la pereza me frena a la hora de quedar con el único objetivo de enfrascarme en una historia de la que poder sentirme protagonista. De la que obtener una efímera evasión.
Me acerco a ella, como tantas otras tardes, y la rodeo con mis brazos. Siempre me ha gustado esa sensación, el roce de su cuerpo en mis brazos. He ido a besarla, como siempre, pero esta vez su reacción ha sido diferente. Su calor, su sonrisa, su ternura, no estaban allí. Una fría mueca ha aparecido en su lugar.
-¿Qué te pasa?
Marta no ha sabido qué contestar. Sus labios, sellados, no han emitido sonido alguno. Como si padeciera sordera ante mis preguntas. Ni siquiera se ha atrevido a fijarme la mirada. Eso sí que me ha preocupado. Normalmente lo hace, incluso cuando había un problema entre nosotros. Cualquier tipo de roce. Sin embargo, en esta ocasión ha evitado levantar los ojos, como si quisiera huir, no estar allí en esos momentos.
-¿Qué te pasa, Marta?
Mi insistencia ha hecho que, al menos, ella haya hecho un ademán de responderme, un inconcluso gesto de réplica del que tampoco he obtenido aclaración alguna. He pensado entonces que, quizás, ella pudiera estar dolida por mis ausencias, excesivas a todas luces, como consecuencia de un trabajo tan absorbente como mal pagado. Que quizás pudiera estar agotando su paciencia por la falta de tiempo para estar juntos. O que, simplemente, tenía un mal día y ya está. Sin embargo, aunque sus labios han hecho un gesto, no ha sido capaz de articular palabra. Otra vez el silencio.
-Marta…
Mi tercer intento ha dado sus frutos por fin, aunque desde luego no de la manera que yo hubiera deseado. Su respuesta ha sido tan breve como desconcertante, y me ha dejado, si cabe, un regusto en el paladar más amargo del que me iba dominando apenas unos momentos antes.
-Nada, cosas mías…
Tres palabras que, lejos de aplacar mis nervios, han encendido todas las alarmas. Y es que después de cinco años de relación, ha aprendido que Marta es un libro abierto que sólo cierra sus páginas algunas veces. Pocas, muy pocas, es cierto. Pero cuando lo hace es como si la tierra se derrumbara bajo nuestros pies. Por eso me he asustado, más todavía, con su respuesta. Y me he sentido bloqueado, como si no de repente no fuera capaz de articular palabra. Mudo.
Inmediatamente, ella ha sentido la necesidad de cambiar de tema. De virar la dirección de los acontecimientos en aquella tarde sombría, en la que un nubarrón de consecuencias impredecibles amenazaba con descargar su furia sobre nuestras cabezas. Marta había sido mi única relación seria, por encima de flirteos nocturnos sin mayor importancia, y no sabía cómo reaccionar ante una situación como la que estaba asomando su cabeza ante nosotros. Ella, sin embargo, parecía tener un dominio mayor que yo. Como si supiera qué hacer en momentos tan tensos como los que se adivinaban en aquella cola del cine. Como si su mayor experiencia, o los cinco años que me llevaba, o ambas cosas, ejercieran como un mapa sobre el que guiar sus pasos.
-¿Qué película vamos a ver? – preguntó con la voz entrecortada.
Una mueca se dibujó en mi rostro, un gesto agrio. No sabía qué era lo que estaba sucediendo, y desde luego en lo último en lo que pensaba era en meterme en aquella sala oscura para compartir una sesión de cine con ella. En primer lugar, porque sabía de sobra que en cualquier momento iba a sentir un irrefrenable deseo de abrazar su cuerpo, de besar sus labios. Como tantas otras veces. Pero en aquella oportunidad nada parecía ser lo mismo. ¿Cómo podía reaccionar ante una situación así? Además, la prioridad en mi cabeza era aclarar aquello, comprender de una vez qué estaba sucediendo. Entender, si es que podía, las razones por las cuales había cambiado todo tanto en apenas 24 horas. Las que habían pasado desde nuestro último paseo otoñal, en el que todo parecía estar como siempre entre nosotros. Y si no lo estaba, quedaba claro que ella era una actriz todavía mejor que aquellas a las que tanto admiraba, a las que tantas horas pasaba mirando desde aquellas butacas rojas.
El viento, entonces, golpeó mi cara con una crudeza casi inédita en mi memoria. Como si quisiera avisarme del temporal que se avecinaba, su violencia me llegó a producir un dolor intenso. Como un mal fario, como si algo fuera a torcerse de manera inminente.
-Yo creo que deberíamos hablar – repliqué a su petición.
Si mi reacción había sido de sorpresa, la suya rozó el sarcasmo. Me miró como si quisiera decirme sin palabras si en realidad deseaba conversar, si mi anhelo realmente era el de conocer las razones de aquel cambio de humor tan inexplicable. Sus ojos aquella vez no decían “te quiero”. Más bien querían expresar un deseo de que no siguiera por aquel camino, de que no deseara conocer lo que ocurría. Sin embargo, yo no podía pensar en otra cosa.
-Tenemos que hablar – repetí, con la sensación de que mis palabras no estaban llegando a su destino y de que tenía que repetirlas para lograr un efecto que, en cualquier caso, no se acercaba ni de lejos al que hubiera deseado conseguir.
Ante mi insistencia, Marta me cogió por el brazo con suavidad y nos retiramos de la cola del cine ante la atónita mirada del grupo de adolescentes que, entre risas, esperaban su turno detrás de nosotros. Seguro que más de uno se alegró de vernos marchar, porque así su espera sería menos prolongada, pero no tenía humor para empezar a increpar a aquellos aspirantes a adulto.
Marta me guió hacia una cafetería cercana al cine, la misma en la que tantas veces habíamos cenado tras la correspondiente sesión y en la que habíamos hecho tertulia antes de que nuestra noche terminara entre las sábanas de alguna pensión. Sin embargo, sus coloridas paredes parecían, en aquella oportunidad, tornarse oscuras, como si ni nosotros mismos fuéramos los mismos de otras ocasiones. Como si nuestra propia etapa en común se afanara en engullir a pasos agigantados la distancia que le separaba de nuestro peor momento. Como si fuera uno de esos monstruos que, en sueños, te persiguen en una pesadilla que siempre termina en un barranco. Al mismo al que, pensaba yo, nos acercábamos de la mano.
El camarero, al vernos entrar, nos saludó con el gesto rutinario que pertenece a los clientes habituales, casi sin despegar la cabeza del vaso que limpiaba de manera incansable. Dos cafés con leche, pensó en aquel momento tras ver la hora que marcaba el reloj. Y se dispuso a ponerlos con la certeza de quien conoce los gustos y hábitos de todos sus clientes.
Nos sentamos en la mesa de siempre, como si tuviéramos miedo de cambiar algo de lo que tantas veces habíamos compartido, ahora que todo parecía romperse sin remedio. Al menos, eso era lo que yo pensaba, porque jamás había visto a Marta reaccionar de manera tan distante a mis abrazos y a mis besos. Daba la impresión de que no queríamos que el atrezzo, por usar términos cinematográficos, fuera distinto al de otras veces. Por mucho que el guión pareciera ser opuesto al de nuestras anteriores entregas.
Con los dos fieles cafés encima de la mesa, Marta se derrumbó y comenzó a llorar. Como si quisiera revelarme algo de consecuencias impredecibles e imparables. Las lágrimas comenzaron a caer por su mejilla y tornaron sus ojos en la definición de tristeza más fiel que jamás hubiera podido imaginar. El maquillaje comenzó a perder su lugar, presa del llanto de aquella belleza morena que me había hecho tocar el cielo con las manos, haciéndome sentir en ocasiones como un auténtico imbécil. Eso sí, un imbécil afortunado, porque veía las reacciones de la gente cuando caminábamos por la calle. La envidia de ellas y el deseo de ellos. Incluso, en ocasiones, lo contrario.
Más de una vez, incluso, pensaba en que aquello no era más que un sueño bello del que despertaría cuando menos me lo esperase. Que un día volvería a mi realidad y que ella se alejaría de mi vida. Que todo volvería al tono gris que dominó mi vida hasta su aparición en la misma, como una estrella de Hollywood. Quizás por eso le gustaba tanto el cine, pensé mientras sus lágrimas se empeñaban en tapar sus ojos. Los faros que me guiaban en mi caminar, pensaba cuando me ponía cursi, cuando el domingo languidecía y la lluvia marcaba su cansino ritmo detrás del cristal.
En realidad, si aquello hubiera sido la película que tantas veces habíamos visto juntos, podría haber adivinado que ella, quizás, había conocido a alguien más alto, más guapo, más rico, más… Más todo que yo. De hecho, podría haber pensado lo mismo por mis miedos, mis inseguridades. Mis complejos.
Cuando Marta se pudo calmar, miró al techo del local, semivacío a esas horas, como quien alza la mirada hacia el cielo en busca de respuestas. Como si no supiera cómo comenzar a decir lo que me tenía que decir, porque era evidente que de sus labios tenía que salir un discurso inesperado, porque ella no era de lágrima fácil y, de hecho, nunca le había visto llorar de aquel modo. Además, en aquel instante ya tenía más que claro que no me iba a gustar aquello que me tenía que contar. Fuera lo que fuera.
El principal candidato, desde luego, era la aparición de un nuevo actor en medio de la pareja protagonista. Mi rostro, supongo, delataba tal sospecha. Y ella, intuitiva a más no poder, descubrió que yo creía que, simplemente, había pasado a ser segundo plato. Que ya no sería por más tiempo su pareja. Lo que parecía no entender era que la idea me estaba destrozando por dentro.
-Por tercera vez, Marta, ¿qué te pasa?
En aquel momento, ella logró superar sus miedos, sus llantos, y quiso comenzar a hablar. Como en la cola del cine. Esa vez, en ese tercer intento, hizo caso al maldito refranero y lo logró.
-Verás…
Aquel modo de comenzar su discurso, usando un verbo en tiempo futuro, me resultó incluso paradójico, ya que yo, en mi propia fábrica de castillos aéreos, había dado por hecho que el porvenir ya no iba a existir para nosotros. No more. Por eso, me sonaba como una broma de mal gusto que hablara de futuro. Lo que no pensé fue que aferrarse a él era lo único que podía hacer en aquel instante.
-Empieza de una vez – ordené, en un estilo que no era el mío y que me hacía parecer irreconocible también ante mis propios ojos.
-Mira, pensarás que estoy loca, que jamás había reaccionado como hoy ante una muestra de cariño por tu parte.
No puedo estar más de acuerdo, pensé sin decir nada.
-Es que no tiene nada que ver contigo, de verdad. Soy yo. Algo ha cambiado para mí y no te mereces que te haga infeliz.
¿De qué estaba hablando? Nadie me había hecho más feliz que Marta a lo largo de toda mi vida. Y fuera cual fuera el problema, estaba dispuesto a poner todo lo que fuera necesario para solucionarlo. No veía a Marta capaz de hacerme infeliz, pero menos todavía era capaz de entender qué nos podía impedir seguir juntos.
-¿Pero Marta, qué es lo que…?
Ella tapó mis labios con su dedo, en una muestra inequívoca de que el silencio era la única respuesta que deseaba por mi parte. Como si no se viera con fuerzas para revelarme qué estaba sucediendo.
-Escucha, déjame hablar. Bastante duro es esto para mí como para que me interrumpas. Voy a hacer un esfuerzo por decirte lo que está sucediendo, pero déjame terminar. De lo contrario, me va a costar el doble volver a coger el hilo. Ya me conoces, me disperso con facilidad.
Eso era cierto. Sonreí, apenas una mueca triste, cuando recordé a Marta buscando un hotel en una lejana ciudad durante unas vacaciones de verano. Claro que yo tampoco era precisamente David Livingstone. Mi escasa capacidad de orientación tampoco facilitó, precisamente, las cosas, por lo que tardamos un par de horas largas en encontrar nuestro refugio. Como para haber llevado guía. Habría pedido la baja por depresión, reí en voz baja.
-Mira, te conozco lo suficiente como para saber lo que estás pensando. Crees que lo que me sucede es que hay alguien más, que he conocido a alguien o algo de ese pelo - radiografió con la precisión de un engranaje suizo, tras lo cual no se inmutó ante mi rostro de asombro, cercano al del niño que se ve sorprendido por su madre mientras devora una chocolatina a escondidas.
-¿Y no es…?
-No. Claro que no. ¿Cómo has podido pensar eso?– replicó, sin que, por paradójico que pudiera parecer en aquel instante, de sus ojos saliera siquiera un atisbo de reproche ante lo que, sin duda, consideraba una idea descabellada por mi parte. Marta se dispuso a beber un sorbo de café, como si tratara de tomar aire antes de seguir con su explicación.
-Hay algo que me impide seguir contigo, eso es todo. No quiero hacerte daño ni que cargues con eso. No te lo mereces – prosiguió con las manos en el rostro como si tratara de impedir que su tristeza lo invadiera todo y me contagiara.
-Pero, ¿qué…?
-No te lo quiero decir. No te lo puedo decir. No sería justo para ti – trató de argumentar, en un intento fracasado por explicar lo que estaba sucediendo entre nosotros.
-Pero Marta, cariño, ¿es que no confías en mí? – pregunté, con cierto tono de reproche al comprobar que, a pesar del tiempo transcurrido desde el inicio de nuestra relación, había temas que parecían seguir prohibidos para ella.
-No es eso – replicó ella, buscando en mis ojos compasión, como si anhelara obtener de los míos una comprensión que, simplemente, no podía ofrecerle. No al menos sin saber de qué estábamos hablando exactamente, no sin poner previamente las cartas sobre la mesa.
-Entonces, ¿qué es? – solicité, en un tono cercano al enfado, sorprendente incluso para mí. Pero no me resignaba a que la relación con ella, lo más importante de mi vida, fuese a resbalárseme entre los dedos como un pez, como en aquella vieja canción, sin saber cuál era el motivo. Quería saber más.
Ella dio entonces un respingo sobre la silla que la hizo casi palidecer. Como si el secreto que ocultaba, y del cual no quería hacerme partícipe, le hiciera sentir una carga imposible de soportar. Pese a su decisión de no compartir conmigo esa pesada losa, que parecía de mármol. Daba la impresión de que no podía moverla. Y esa sensación de intranquilidad en su rostro, en sus manos, en cada uno de sus movimientos, fue lo que hizo que todo estallara por los aires. Ya no pude más y, en aquel momento, por puro instinto, alcé mi mirada buscando en sus ojos una respuesta que, de una vez por todas, pusiera punto y final a aquella zozobra.
-Tengo cáncer de pecho – arrojó de golpe, como si ella anhelara liberarse de repente.
Mi rostro se tornó inerte de golpe, como si le hubiesen arrebatado la capacidad de expresarse por sí mismo. Como si fuera un boxeador después de recibir un golpe seco, de esos que te dejan noqueado en la lona antes de escuchar al árbitro enumerar la cuenta atrás definitiva. La que indica que ya no hay vuelta atrás.
No recuerdo si tardé un minuto, una hora o dos en reaccionar ante un anuncio de tal calibre. En cualquier caso, me pareció que pasaba una eternidad, una infinita sucesión de minutos en la que sus lágrimas, de un lado, y mi inexpresivo gesto, de otro, tejían un mosaico tenebroso, al que producía pavor mirar de frente.
-Pero, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿por qué? – fue lo único que fui capaz de enunciar cuando acerté a articular palabra después de varios intentos fracasados. Eran tantas incógnitas…
-Me lo detectaron hace dos días –resumió Marta, poniendo fecha a lo que ella veía como el final de nuestra relación.
-¿Por qué no me has dicho nada? – repliqué, en una pregunta que, por mucho que pudiera parecer lo contrario, no contenía ni un gramo de reproche por mi parte.
-Ya te lo he dicho, no quiero hacerte infeliz.
Esa frase, dicha en aquel instante, supuso un golpe bajo para mí, a pesar de que hacía pocos minutos que la había escuchado salir de sus labios. Claro que en aquel momento todo era una incógnita infinita, mientras que ahora la cosa había cambiado. Sin embargo, quise olvidarme de mí mismo y centrarme en Marta.
-No me haces infeliz si me lo dices, cariño. Sólo lo logras si me ocultas lo que te sucede, y más si es algo así – comparé, tratando de comprender de qué manera se podía sentir una mujer tan joven como ella ante un anuncio de ese calibre.
-Pero es que…
-No hay peros, Marta. Quiero que sepas que estoy contigo, que quiero estar contigo. Ahora más que nunca. Te quiero y no voy a separarme de tu lado – balbuceé sin poder evitar que una lágrima sintiera envidia de las suyas y dibujara el mismo camino desde mis párpados hasta mi mejilla.
Por primera vez en aquella tarde, la sonrisa de Marta reapareció. Fue una sonrisa triste, un gesto de alivio, pero al menos pude verla. Quizás ella había pensado que iba a salir corriendo, dejando el rastro de una manada de búfalos detrás de mí. Pero eso era lo opuesto a lo que deseaba hacer, porque aquella mujer me había dado lo que nadie más en el mundo se había atrevido a ofrecerme, ni siquiera en mis mejores sueños. La quería, y simplemente no podía imaginarme levantarme cada mañana sin que ella estuviese a mi lado. Y por eso teníamos que luchar juntos.
Fue esa sonrisa de alivio la que le permitió tomar aire y explicarme con más detalle lo que le sucedía. El médico le dijo que, por fortuna, era joven y habían detectado la dolencia a tiempo. Eso sí, la operación no se la quitaba nadie. Había que eliminar aquello, y programar unos hábitos que impidieran su reaparición posterior en peores condiciones. Pensé entonces que su mayor infortunio había sido no tener la edad suficiente para que se lo hubieran detectado en uno de esos controles preventivos, pero que eso mismo le había facilitado las cosas a la hora de hacer frente a la situación.
Según iba avanzando en su explicación, sólo pude acercarme a ella, tomarle la mano con toda la dulzura que me fue posible reunir y besar sus labios despacio. Recreándome en cada gesto, en cada mirada previa, en la sonrisa posterior de Marta. Creo que fue como sellar un pacto vitalicio. Juntos seríamos más fuertes. Juntos podríamos seguir adelante, aunque fuera con aquel indeseado compañero de viaje. Al menos, esa era la idea a la que nos aferramos en aquel instante.
Salimos del bar agarrados de las manos, como si no quisiéramos despegarnos ni un milímetro, como si fuésemos una sola persona. Miré el reloj. Habían pasado dos horas desde que nuestra cita en la cola del cine, y supe entonces que, por mucho que nos hubieran cambiado el guión, tendríamos más ocasiones de compartir en el futuro nuestra cita con el celuloide. Y eso, tal y como había comenzado la tarde, no era poco para nosotros.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Quién me lo iba a decir


Este poema, como muchos otros, está dedicado a ella. Mi mayor inspiración y la persona que le da sentido a mi vida.

Quién me lo iba a decir

Quién me lo iba a decir
Que al llegar a la treintena
Alguien me haría sonreír
Se llevaría todas mis penas

Quién me lo iba a decir
Sentado en este sillón
Que no fuera a echar de menos
Las noches de botellón

Quién me lo iba a decir
Que deseara llegar
A casa para verla sonreír
Su cuerpo poder de nuevo abrazar

Quién me lo iba a decir
Que el anillo que en ella brilla
Resplandece menos que oír
Cuando al dormir cerca de mí respira

Quién me lo iba a decir
Que los poemas de llanto y dolor
Fueran a dar paso
A declaraciones eternas de amor

Quién me lo iba a decir
Que fuera tan fácil la vida
No lo es, pero al vivir
Encontré el sentido a la mía

Quién me lo iba a decir
Que sería feliz en la montaña
Cerca de quien no se apiada de mí
Y me cuida, y me quiere, pero también me da caña

Quién me lo iba a decir
Que ante mis ojos se abriera el cielo
Cuando pude por fin descubrir
Lo que significa “te quiero”

Quién me lo iba a decir
Que para nadie más pudiera
Este poema escribir
De manera tan sincera

Una forma de vivir


Este es un viejo poema que he rescatado de un cajón. Habla de mí mismo, pero en realidad casi todos lo hacen, ¿no? Lo curioso del asunto es que me sigo viendo reflejado en él... salvo por el último verso.

Una forma de vivir

Por mucho que haya alguna gente
Que no entienda por qué vivo de este modo
Por qué me salgo por la tangente
Por qué no soy Brad Pitt ni Quasimodo

Por mucho que haya quien no entiende
Todo lo que yo hago, digo y siento
Por qué elijo la parte dura de la pendiente
Por qué no me recreo en mis lamentos

Por mucho que haya quien no sepa
Que para mí sólo existe un motivo
Para seguir adelante en esta comedia
Para continuar en la senda de los vivos

Por mucho que mi sueño esté tan lejos
Y tan cerca a la vez de mis deseos
Sigo detrás de una loca utopía
Con nombre de mujer de cercanías