viernes, 9 de enero de 2009

Cuento de Navidad


Este es el primer relato que he escrito en 2009. No es una historia navideña al uso, más bien es lo opuesto. O intenta serlo. Espero que os guste.

Cuento de Navidad

Diez de la mañana. Arturo se colocó de nuevo su disfraz de Papá Noel después de fichar y se apresuró a situarse junto a la puerta del centro comercial. Un día más, su labor será la de repartir sonrisas y folletos publicitarios a todo aquel que pase por su lado. Son varios años ya haciendo esa labor en diciembre. Años en los que la tristeza es creciente cada vez que llegan estas fechas. Su obligación consiste en que no se le note. En que la procesión vaya por dentro. Desde que se vio en la calle, con casi cincuenta años, tras pasar casi tres décadas en la misma empresa, se ha visto obligado a ejercer trabajos temporales para sobrevivir. Y uno de ellos es ponerse ese maldito traje rojo.
El mastodonte en el que trabaja ya ha abierto sus puertas. La avalancha humana que cada mañana le da los buenos días va pasando a su lado. Como si no existiera. Arturo, en realidad, ya se ha acostumbrado a pasar desapercibido. A vivir como si formara parte del mobiliario, como si fuera uno de esos estantes que soportan el peso de la edición especial en DVD del gran éxito cinematográfico del año. En ocasiones ha sentido la tentación de despojarse de sus ropas ficticias y de asustar a los clientes. Son pequeñas fantasías que le ayudan a sobrellevar el hecho de tener que pasar, por cuatro perras, tanto tiempo dando vida al hombre bonachón de barba blanca. Sabe que nunca lo hará, sobre todo por los niños. Su gran debilidad.
De hecho, si la Navidad entristece tanto a Papá Noel es precisamente por eso. Por sus hijos. Sus dos pequeños, a los que añora demasiado desde que su mujer decidiera pedirle el divorcio tras liarse con su jefe (un clásico) y un juez le concediera la custodia de Marta y Raúl.
-¿En qué se basa para tomar esa determinación? – le preguntó a su abogado en una oportunidad.
-Bueno, tú no tienes trabajo y no puedes garantizarles estabilidad…
Maldita sea. Arturo se sentía en medio de un círculo vicioso del que le resultaba imposible salir. Se sentía impotente. Como le dijo a los miembros del tribunal, había conocido a su mujer en el trabajo. Otro clásico. Con ella había vivido años de felicidad que, de manera ingenua, creyó eternos. De hecho, lo parecían antes de que se convirtiera en la pieza sobrante de aquel puzzle. De buenas a primeras, comenzó a molestar a su mujer y a su jefe. Encima de cornudo, apaleado. Por eso, empezó a comprobar cómo su superior le trataba de hacer la vida imposible, como el cerco se estrechaba hasta ahogarle. Hasta dejarle sin respiración. Sin duda, quería pillarle en un renuncio para tener la justificación que necesitaba para ponerle de patitas en la calle. Por eso había comenzado a asignarle tareas que nunca había realizado, a llenar su tiempo allí de labores que correspondían a otros. Y Arturo, que nunca había levantado la voz desde que llegara allí con la ilusión propia de un jovenzuelo, comprobó que era demasiado tarde para cambiar de estrategia. Trataba de asumir todos los encargos de su jefe, ignorando que se trataba de una estrategia diseñada para dejarle fuera de juego. Hasta que ya no pudo más. El primer error, no devolver una llamada a un cliente importante, le puso en la línea de fuego. Apenas tardó 24 horas en recoger sus pertenencias. Y sus recuerdos, que también merodeaban por aquel lugar como pegajosos fantasmas. De la noche a la mañana se vio sin trabajo, sin pareja y sin la custodia de sus hijos, por los que sentía un cariño que, le constaba, era recíproco. La estrategia perfecta, al menos para su mujer y su antiguo jefe.
-¡Feliz Navidad, Papá Noel!
Una voz infantil le despertó de sus recuerdos. Arturo bajó la vista y vio a un ilusionado niño saludarle, desde cerca, sin esconder sus deseos de tocar la mano a Papá Noel. Dibujó bajo la barba la sonrisa más abierta y sincera que pudo y acarició con su mano el rostro de aquel chaval. Al menos, aquel trabajo de mierda le permitía despertar la ilusión en aquellos críos. Siempre supo que era lo único que merecía la pena de todo aquello. El sueldo, desde luego, estaba a años luz, pero al menos de ese modo podría comprarles algún modesto regalo a sus hijos. Si es que su madre le permitía verles en aquella Navidad. Que tampoco era la primera vez…
Absorto en su dolor, Arturo apenas percibió la presencia de la gente que, un día más, acudía a comprar todo aquello que tuviera precio. Para que luego dijeran que había crisis. Desde luego, no parecía que la escasez hubiera pasado por allí. Las bolsas llenas, desde luego, daban a entender todo lo contrario. En cualquier caso, Papá Noel parecía tener bien aprendida la lección. Abrió los brazos como si fuera a abrazar a cada uno de aquellos inesperados visitantes y puso bien cerca de su alcance los folletos que anunciaban las ofertas del día. 2x1 en juguetería, rezaba la de aquel miércoles anodino. La escena, desde luego, no era desconocida para él. Cumplía a la perfección el ritual, sin un error, sin desviarse un ápice de lo que marcaba aquel invisible guión. No iba a ser él quien se sintiera deslumbrado por el neón de los anuncios navideños, por el brillo de los precios que se situaban al alcance de cualquiera. A veces ironizaba y se veía a sí mismo cumpliendo su misión con absoluta fidelidad, ajeno a todo el jaleo que se organizaba a su alrededor. Como si tuviera una misión casi sagrada por cumplir. ¿Acaso no era la Navidad una fiesta de carácter religioso? ¿O ya no lo era?
Así lo hizo también aquella mañana. Por mucho que supiera que, en realidad, sólo era un títere en medio del circo en el que la Navidad se había convertido, había un componente de profesionalidad y uno, mayor, de necesidad, que le empujaba a concentrarse en la tarea de arrancar una sonrisa a un niño. A olvidar que, en realidad, lo único que le apetecía era terminar la jornada y ahogar sus penas en la barra del bar de Paco, el camarero de toda la vida, el que sabía más de su propia vida que él mismo. Mientras tanto, lo único que debía mantenerle centrado era la tarea a desempeñar.
-Si vuelves con un folleto en la mano, estás despedido – le había recordado el jefe en más de una oportunidad.
Como aquella no hubiera sido una situación ideal, Arturo comenzó a repartir aquella publicidad entre los clientes, cada vez más numerosos. A su compañero del turno de tarde le resultaba más sencillo cumplir con el primer mandamiento del encargado de planta, pero aquel día todo parecía más fácil que de costumbre. Porque entre clientes y mirones los pasillos estaban llenos. Papá Noel contó por encima los papeles que todavía permanecían en sus manos, alzó la vista y numeró toda la gente que debía transitar junto a él en los siguientes treinta minutos. Aquel día, desde luego, cumpliría la misión, y no se vería obligado a guardar el material sobrante en su bandolera para evitar que le pillaran, una vez más, sin argumentos.
Entonces les vio. Marta y Raúl, acompañados de su madre y de aquel cabrón que le había dado trabajo durante tantos años y que no dudó en quitarle todo lo que tenía en cuanto tuvo oportunidad. Su visión le paralizó durante un instante, y dudó entre despojarse de sus harapos rojos y correr a abrazar a sus vástagos y aprovechar su anonimato para golpear su rostro con dureza, porque era evidente que ninguno de ellos le había reconocido. Sin embargo, la idea de que sus dos pequeños le vieran en un trance semejante le producía un sonrojo inversamente proporcional al que sintieron su madre y su antiguo jefe cuando decidieron llevar a cabo la treta mediante la cual le sacaron de sus vidas. Así que descartó dejar de ser un símbolo navideño para volver a ser Arturo y dar su merecido a aquel tipo. Aguantaría el tirón de manera estoica por no pasar por aquel episodio delante de sus hijos y guardaría sus ansias de venganza para otro momento que fuera más propicio para sus intereses. Lo que no pudo evitar fue seguir al cuarteto con la mirada. Pese a que el local estaba lleno, el resto de los clientes dejó de tener importancia para él. Desde ese momento, sólo tuvo ojos para sus hijos.
Les vio acercarse con ritmo cansino hacia su posición, deteniéndose en cada puesto de juguetes en un inequívoco gesto de solicitud de alguno de aquellos cachivaches como regalo navideño. Justo los que él no podía permitirse regalarle a sus dos hijos. Seguro que esa era la estabilidad a la que se refería el juez cuando les arrebató su compañía en una decisión exenta de cualquier atisbo de justicia.
-Mierda – musitó bajo las barbas justo en el momento en el que un niño le observaba embobado, propio de quien descubre por primera vez al señor de traje rojo que va a ir a su casa para darle los regalos que pidió en su carta. No sin antes dejar muy claro que ese año había sido muy bueno.
Arturo, sin perder de vista a sus hijos, regaló una carantoña al infante que no le quitaba ojo de encima y le sonrío del modo menos triste del que fue capaz, obteniendo a cambio un guiño de complicidad lleno de ilusión. Marta y Raúl se iban acercando, ignorando que aquel barrigón que repartía sonrisas y folletos era su padre. Un hombre al que querían con locura pese a los intentos de su madre por ponerles en su contra. Un hombre al que, por motivos que desconocían, no podían ver siempre que querían. Papá Noel tuvo que contener una lágrima, que amenazó con deslizarse por su mejilla, cuando pasaron a su lado sin ni siquiera mirarle, devolviéndole el regusto amargo de sentirse como uno de los muebles de aquella enorme tienda en la que trabajaba cada mes de diciembre.
La gota fue a parar a la manga roja de su disfraz, dejando su rostro árido y sin rastro del llanto que amenazaba con desbordarse. Era sin duda la Navidad más triste que recordaba, ya que otros años, al menos, no había tenido que pasar por el triste episodio de ver a sus dos pequeños ir por detrás de su madre en medio de la vorágine que se crea en cualquier tienda durante las fechas navideñas. No era gran consuelo, pero Arturo ya se había acostumbrado a no pedir demasiado. A conformarse con poco.
Cuando el rastro visual del cuarteto ya se perdió en las hileras de compradores, Arturo miró el reloj. Apenas restaba una hora para que terminara su jornada laboral, que se estaba haciendo eterna. El recuerdo de la colonia que usaba Marta, aquella que él mismo le había comprado tantas veces, impidió que el halo de tristeza le abandonara del todo mientras hizo el papel de Papá Noel. Tuvo que hacer esfuerzos titánicos para que las lágrimas no cayeran de nuevo por sus mejillas.
El reloj siguió avanzando de manera agonizante, al menos a los ojos de Arturo, hasta que llegó la hora de volver a ser él mismo. Aquel día, al recobrar su aspecto habitual rompió su rutina, la que le llevaba de manera casi inmediata al bar de Paco, un sitio en el que tarde o temprano iba a terminar. En lugar de eso, buscó a sus hijos por el centro comercial con el ansia con el que un pirata pugna por su tesoro, pero fue en vano. Avanzó lo más rápido que pudo por los pasillos poblados de gente, bordeó el estrecho hueco entre los lácteos y los congelados y divisó el pasillo de los refrescos, pero sin éxito. Ni rastro de sus hijos. Esta vez sí, la sensación de vacío por haberles tenido tan cerca y no haber tenido siquiera la ocasión de darles un beso se apoderó de él. La lágrima que una hora antes amenazó con restar credibilidad su papel de símbolo navideño regresó con refuerzos. Ver llorar de aquel modo a un hombre hecho y derecho como él oscilaba entre lo patético y lo tierno. Ni siquiera pudo haber explicado por qué el llanto le estaba dominando, pero tampoco quiso luchar contra él. Estaba harto de aparentar, y en aquel instante la opinión de sus congéneres le importó un bledo.
En medio de un mar de lágrimas, Arturo salió del centro comercial en dirección a su casa, un camino que tuvo la sensación de ser demasiado conocido para él. Antes, sin ni tan siquiera planteárselo, sus pies le llevaron hasta el bar, donde Paco, amable como era costumbre, le aguardaba presto a ponerle una caña. La caña de siempre. Su pequeño bálsamo en medio de aquella sequía.
-Hola Arturo, ¿te pongo una cañita?
Papá Noel dudó un instante. Ese día necesitaba algo más fuerte para intentar ahuyentar sus miedos, por mucho que no tuviera nada claro que el efecto no sería el contrario al que deseaba. Que resurgieran en su máxima potencia. Y que hiciera partícipe de ellos a su amigo, el dueño del bar en el que había pasado tantas veladas alegres, y otras que no lo eran tanto.
-Paco, ponme un whisky doble – replicó, ante la atónita mirada del camarero, que nunca le había visto pedirle algo así.
Sin embargo, optó por no hacer preguntas y sirvió el vaso a su amigo. Sabía que estaba pasando una mala racha, pero aquello terminó por sobresaltarle. También tenía claro que Arturo era un hombre de pocas palabras y que sólo le contaría lo que él quisiera, que no serviría de nada preguntar. Arturo asió el vaso con rabia, con desesperación, y lo ingirió de un solo trago. Acto seguido, pidió otro, ante los ojos atónitos del camarero, que incluso dudó un instante antes de servirle la segunda copa a su amigo de tantos años. Sin embargo, la mirada de Arturo, a caballo entre el desprecio y la desesperación, le hizo volver a llenar el vaso. Aunque su amigo no era violento, el desconocido gesto de su rostro le hizo optar por servirle lo que pedía. En esta oportunidad, casi ni permitió que el cristal tocara la superficie de la barra. Como si levitara, el vaso pasó de manera instantánea de las manos de Paco a las del hombre que esperaba el calor ficticio de su contenido al otro lado de la barra, que volvió a pasar por su garganta de un solo trago. Casi sin pensar, se encaminó hacia el cuarto de baño presa de una valentía que nunca había sentido con anterioridad. Sin dar tiempo siquiera a su amigo a que pudiera decirle palabra alguna.
Pero no pretendía utilizar aquel minúsculo cuartucho, en el que apenas cabían la taza y el lavabo sin molestarse, para lo que lo empleaba el resto de los clientes que pululaba por aquel establecimiento. Su intención era totalmente distinta, radicalmente opuesta. Antes de entrar, comprobó que la navaja que le acompañaba siempre, y que había utilizado en multitud de ocasiones para tareas tan dispares como coger setas los fines de semana o cortar el pan con el que se hacía el bocadillo cuando la jornada laboral se alargaba más de lo deseable. En aquella ocasión, sin embargo, iba a darle un uso bien diferente.
Arturo se afanó en cerrar la puerta con cerrojo para asegurarse de que nadie iba a interrumpir su misión. Alguna vez había pensado en ello, pero su cobardía le había impedido dar ese paso. Aquel día, sin embargo, la escena de sus hijos pasando a su lado sin reconocerle se difuminaba en su memoria por efecto de los dos whiskys que había ingerido a la velocidad de la luz. Él, que empezaba a decir más tonterías de las necesarias a nada que se tomara dos cañas. Sacó el teléfono móvil, lo configuró para que la llamada saliera como número privado y marcó el número de su mujer. Al cuarto tono, se oyó una voz al otro lado.
-¿Dígame?
-Adiós, cariño – respondió con voz tenebrosa, antes de colgar, sin opción a la réplica, en cinco segundos que le parecieron horas.
Acto seguido, como si no quisiera tener la oportunidad de pensarlo dos veces, extrajo la navaja plegable del bolsillo y situó la hoja a la vista. Tembloroso, se levantó su camisa de color azul y la introdujo en su abdomen. Lo hizo lentamente, como si quisiera recrearse en su último acto vital. Ya no aguantaba más, y quiso complacer a quienes dibujaron un plan para sacarle de su vida. Ya no haría falta que sufrieran más por él. A los pocos segundos, su visión comenzó a nublarse y su cuerpo no tardó en desplomarse sobre el lavabo.
Al otro lado de la puerta, Paco comenzaba a impacientarse. Hacía demasiado tiempo que Arturo había entrado en el baño, cuando más de una vez se había burlado de él por la rapidez con la que hacía sus necesidades. Mientras limpiaba los vasos que resplandecían en el interior del lavavajillas, vio un charco de sangre ganando terreno desde su interior, tomando el suelo del bar desde el otro lado de la puerta. Corrió hacia el cuarto de baño y golpeó la puerta, pero nadie contestó. Ya era demasiado tarde. Para cuando quiso derribarla, se encontró a Papá Noel inerte sobre las baldosas blancas. Aquella iba a ser una Navidad que nadie podría olvidar.

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